¿PECADO?
- Lidia Bermudez
- 14 mar
- 5 Min. de lectura

Gabriel nunca imaginó que su primer año en la universidad vendría acompañado de una experiencia tan inesperada. Sus padres, confiando en la estricta moralidad de Sara, le habían pedido que lo acogiera en su casa durante el curso. Ella era una mujer madura, devota y conservadora, pero con un lado oculto que pronto revelaría.
Desde el primer día, Sara dejó claras las reglas del hogar. La disciplina y la moral eran inquebrantables. No permitiría desórdenes, malas compañías ni tentaciones carnales. Gabriel, tímido y con poca experiencia en el mundo, asintió sin cuestionar, confiando en su juicio. Había crecido en un ambiente estricto y respetaba la autoridad de los mayores, especialmente la de una mujer como Sara, cuya presencia imponía una mezcla de respeto y admiración en él.
Los primeros días transcurrieron con normalidad. Sara le preparaba la comida, le ayudaba a organizar sus horarios de estudio y lo guiaba en su nueva vida universitaria. Pero pronto comenzó a notar cambios en su comportamiento. Atrapaba su mirada desviándose hacia ella, especialmente cuando usaba vestidos ajustados o cuando se inclinaba demasiado cerca de él. Un día, lo encontró en su habitación, alterado, respirando con dificultad. Comprendió de inmediato lo que ocurría.
—Gabriel, esto es natural —dijo con voz suave pero firme—. Pero no puedes desperdiciar tu energía en pensamientos impuros. Es un pecado dejarse llevar por la lujuria descontrolada.
Él bajó la mirada, avergonzado.
—Yo… no sé cómo controlarlo —admitió, su rostro encendido.
Sara suspiró y se sentó a su lado, apoyando una mano en su muslo. Su tacto era reconfortante, más maternal que lascivo.
—No te preocupes, Gabriel. Dios nos ha dado deseos, pero también nos ha dado sabiduría para manejarlos. Es peligroso entregarse a la tentación sin control, caer en la impureza con mujeres que solo buscan el pecado y la perversión. Yo no permitiré que te pierdas en esas influencias. Como mujer madura, como alguien que se preocupa por ti, me encargaré de guiarte. De enseñarte lo que necesitas sin que te alejes del camino correcto.
Gabriel sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. La propuesta le parecía irreal, pero la voz de Sara, calmada y llena de convicción, lo tranquilizó. Su moral inquebrantable hacía que sus palabras sonaran más como un acto de guía que de lujuria. ¿Acaso no era correcto permitir que una mujer sabia lo ayudara a mantenerse en el camino correcto?
—¿En serio harías eso por mí? —preguntó en un susurro.
Sara sonrió y acarició su mejilla con ternura.
—Por supuesto, Gabriel. Pero habrá reglas. No se trata de placer sin control. Solo recibirás lo que necesites, cuando yo lo considere adecuado. Esto no es lujuria, esto es disciplina. Tú eres mi responsabilidad ahora.
Desde esa noche, la vida de Gabriel cambió. Sara estableció horarios para sus estudios, su alimentación, su descanso… y también para su alivio. No permitiría que él se contaminara con deseos impuros sin su supervisión. Le enseñó a confiar en su juicio, a entregarle el control de su cuerpo, asegurándole que así evitaría el pecado.
Cada noche, después de la cena y la oración, Sara lo llamaba a su habitación. Gabriel entraba con la cabeza gacha, esperando sus instrucciones. Ella lo hacía arrodillarse a sus pies y le recordaba que solo a través de la obediencia podría mantenerse puro. Con manos firmes pero delicadas, lo guiaba en la rendición total, asegurándose de que nunca olvidara que ella era la única que podía aliviarlo, que él dependía de ella completamente.
Pero una noche, algo cambió. Cuando Sara lo tomó en sus manos, frunció el ceño. Algo no estaba bien. Se detuvo y lo miró fijamente, con esa mirada que parecía atravesarlo.
—Gabriel… —su voz era firme, inquisitiva—. Dime la verdad. ¿Has hecho algo indebido?
Él bajó la cabeza, sintiendo un nudo en la garganta. Su corazón latía con fuerza, sabiendo que no podía ocultarle nada.
—Yo… —tragó saliva—. Esta tarde… no pude evitarlo… Me alivié yo solo.
El silencio se hizo pesado en la habitación. Sara entrecerró los ojos y suspiró.
—¿A pesar de mis advertencias? —preguntó con voz calmada, pero con un tono de desaprobación.
—Sí… —confesó, y luego, en un susurro, añadió—. Pero estaba pensando en usted.
Sara lo observó por un largo instante y, para su sorpresa, esbozó una pequeña sonrisa.
—Eso es interesante, Gabriel. Sin embargo… eso no cambia el hecho de que has roto una regla. Y ya sabes lo que ocurre cuando se rompe una regla, ¿verdad?
Él asintió con nerviosismo. Sara se levantó y tomó un cinturón que colgaba de la silla. Lo dobló con calma entre sus manos antes de indicarle con un gesto que se bajara los pantalones y se inclinara sobre la cama.
—Los errores deben corregirse —dijo, con voz firme pero sin perder su tono maternal—. Esto no es un castigo sin sentido, Gabriel. Esto es para tu propia disciplina.
Gabriel obedeció, sintiendo el calor del rubor en sus mejillas. El sonido del cuero contra su piel resonó en la habitación. No era solo dolor lo que sentía, sino algo más profundo. Una sensación de arrepentimiento, de entrega… de sumisión absoluta a su guía.
Sara había estado tratando de sobrellevar la tentación castigándose. Se ponía púas en su ropa interior y su sujetador como penitencia, sintiendo el dolor cada vez que el deseo la asaltaba. Pero no era suficiente. Esa noche, cuando fue al dormitorio de Gabriel para orar juntos y de paso aliviarlo, tenía en mente algo más.
Se sentó a su lado en la cama, vestida con su bata larga y austera, pero con la respiración entrecortada. Lo observó con intensidad antes de tomar su mano y colocarla sobre su muslo.
—Hoy debemos enfrentarlo juntos, Gabriel —murmuró—. Purificarnos. Controlar el deseo con disciplina… pero también comprenderlo.
Él tragó saliva, su mente dividida entre el respeto y la fascinación por ella. No entendía del todo lo que Sara pretendía, pero su devoción por ella era absoluta. Era el principio y el final del placer que él conocía. Se arrodilló junto a ella. Miró con disimulo cómo su camisón se levantaba por sus muslos y cuando ella tomó su mano para que la posara en sus muslos, sin mirarle siquiera, él quedó sin aliento, su estómago se enrareció, porque su mano fue dirigida hacia la entrepierna de ella. Palpó el tejido de la braga, notó que estaba mojada y ella movió su mano para que recorriera su entrepierna.
Sara jadeó, cerrando los ojos mientras su cuerpo se estremecía. Gabriel sintió una descarga recorrerlo y no pudo contenerse. El clímax fue inevitable para ambos. Pero apenas la intensidad del momento pasó, Sara abrió los ojos y murmuró con gravedad:
—Hemos pecado… debemos purgarnos. La única forma de redimirnos es con castigo.
Se levantó con solemnidad y tomó una fusta de su armario, entregándosela a Gabriel.
—Nos fustigaremos… para limpiar nuestras almas.
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