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LA OCTAVA FUENTE

Cualquier cosa que se entrega sin belleza… se olvida.


La mansión de Rhalya se alzaba como una excrecencia de mármol vivo, donde la geometría se rendía a lo orgánico. Sus muros parecían carne fosilizada, y los pasillos exhalaban un aroma indefinible entre incienso, óxido y savia vieja. No había relojes, ni puertas que

cerraran del todo. El tiempo allí era función del deseo.

En el centro de la cámara superior, sobre una plataforma circular de cristal negro, flotaba una bañera ovalada, esculpida en piedra basal, lisa como un útero mineral. Estaba llena hasta el borde de una sustancia densa, blanquecina, sin espuma, sin olor, pero de textura apenas perceptible como el latido de un animal en reposo.

Rhalya, inmóvil en su interior, emergía lentamente, como una flor enferma que nace del barro. Su cuerpo, pálido como la cera derretida, no mostraba imperfecciones. Parecía esculpido por la voluntad de una mente sádica y perfeccionista: sin vello, sin curvas, sin edad. Su rostro no era bello. Era perfecto.

A su alrededor se arrastraban sus dos esclavas. Ninguna tenía nombre. Rhalya las llamaba la Larga y la Húmeda.

La Larga tenía cuatro brazos —dos naturales, dos injertados por cirugía ritual—. Sus piernas habían sido reemplazadas por un tren inferior de tejido muscular artificial, como la cola de una serpiente, que le permitía deslizarse por el mármol sin sonido. No hablaba, pero sabía exactamente cuándo frotar, cuándo sostener, cuándo abrir la flor de su lengua bífida para recoger una gota.

La Húmeda había sido modificada para producir saliva en exceso. Su mandíbula había sido reestructurada: ya no podía cerrar la boca del todo, y su lengua, alargada hasta el pecho, colgaba goteando sobre el suelo pulido. Su única función era purificar con su boca lo que su Señora tocaba.

Ambas se movían a su alrededor como satélites devotos, en una coreografía de repugnante precisión.

—Hoy la sustancia respira —murmuró Rhalya, sin abrir los ojos.

La Larga extendió sus cuatro manos para sostener la espalda de su Señora cuando esta se irguió. La Húmeda lamía la parte trasera de sus muslos con obediencia, recogiendo cada gota de la sustancia que escurría.

Entonces se oyó un golpe seco, tres veces, sobre el gong de hueso de cría.

—Habla —ordenó Rhalya.

Un técnico entró. Llevaba túnica de tejido sintético, sin costuras, con una máscara marcada por líneas de cobre. Caminaba con los ojos bajos y los brazos cruzados sobre el pecho.

—Mi Señora. La Fuente Ocho ha alcanzado su límite funcional.

Rhalya ladeó la cabeza. Sus esclavas cesaron el rito.

—Define “límite funcional”.

—El patrón psicofísico ha colapsado. Ya no genera sustancia. Ha perdido toda respuesta. Ni erección, ni resistencia, ni sumisión. Solo vacío.

—¿Qué fue lo último que dijo?

—Repitió su número. Solo eso. Durante horas.

Rhalya salió del baño. Sus pasos no mojaban el suelo. La Larga envolvió su cuerpo en un paño ceremonial. La Húmeda arrastraba la lengua por detrás como una ofrenda.

—Memoria residual —dijo ella, sin emoción.

La Fuente Ocho había sido particularmente estable. Era un muchacho de rostro casi femenino, capturado durante la purga de un monasterio agrícola. Nunca había tenido madre, solo una abadesa distante que le enseñó a orar sin saber a quién. Nunca tuvo nombre. Solo un número grabado en el paladar: 3928.

Durante 117 ciclos, fue cultivado con silencio, con estímulo, con ritmos que reemplazaban el lenguaje. Su glándula había sido delicadamente protegida, hasta que comenzó a emitir la sustancia sin necesidad de contacto físico. Fue considerado una joya.

Pero incluso las joyas se desgastan.

—Quemen la lengua. El resto, a la cámara de fermentación.

—¿Y la nueva fuente?

—Quiero un recipiente sin padre ni madre. Que no haya sido visto nunca con ternura. Quiero carne sin historia. Y sin lenguaje.

—¿Edad?

—Que no sepa aún que está vivo.

El técnico se inclinó.

Rhalya volvió la mirada a la sustancia. Aún palpitaba, como si una voluntad larvaria se resistiera a morir. La Larga se colocó detrás, masajeando con cuatro manos el cráneo de su Señora. La Húmeda, a los pies, tragaba los restos con los ojos en blanco.

Rhalya volvió al baño. Esta vez, descendió más lentamente. Se recostó en la sustancia con un suspiro. El líquido cubrió su vientre, su cuello, la punta de su barbilla.

Al cabo de unos minutos, se incorporó, apoyando los brazos en los bordes curvos de la bañera y deslizando lentamente el cuerpo hacia atrás, hasta quedar sentada en el borde interior, con las piernas aún sumergidas, abiertas como una flor decadente.

La Húmeda se acercó arrastrando la lengua por el suelo, dejando un rastro brillante. Su boca, permanentemente entreabierta, babeaba sin cesar. Rhalya extendió apenas dos dedos hacia abajo, en un gesto mínimo.

La esclava entendió.

Gateó hasta quedar entre las piernas abiertas de su Señora y hundió la lengua lentamente en el sexo húmedo y tibio de Rhalya. No era una lengua común. Había sido alargada, reforzada con cartílagos flexibles, entrenada para crear presión interna con movimientos peristálticos. Era blanda como un gusano húmedo, pero con fuerza suficiente para palpitar dentro.

Rhalya suspiró, sin urgencia.

La lengua entró más, y más, hinchándose dentro de ella como un órgano que respirara por sí mismo. Cuando se expandía, Rhalya abría los ojos apenas; cuando se deshinchaba, un escalofrío le recorría el vientre.

—Más lenta —ordenó.

La Húmeda obedeció. Su saliva empapaba no solo el interior de su ama, sino sus muslos, sus caderas, y el borde mismo de la bañera. Los pezones de su espalda palpitaban a cada gemido silencioso.

Rhalya colocó un pie sobre la nuca de la esclava, presionándola sin violencia.

—Eres una copa. Una vasija sin alma. ¿Lo sabes?

Un sonido húmedo fue la única respuesta.

La lengua comenzó a girar levemente dentro, como una espiral con vida. El clítoris de Rhalya se enrojecía y palpitaba. Su pecho se elevaba con elegancia, sin descomposición ni desenfreno.

Y entonces ocurrió: el orgasmo le recorrió el cuerpo con una frialdad estética. No gritó. No tembló. Solo apretó los muslos contra la cabeza de la esclava y dijo, como quien dicta un edicto:

—Te autorizo a tragarme.

La Húmeda cerró la boca en torno a la vulva temblorosa y succionó con devoción. Tragó como si fuera néctar sagrado. Cuando al fin se retiró, su lengua brillaba entumecida, hinchada como un pez místico.

Rhalya se recostó de nuevo en la bañera, los muslos abiertos, el sexo aún palpitante y limpio.

—No eres persona —murmuró—. Eres un órgano externo de mi placer. Y mientras cumplas tu función, serás preservada.

La Húmeda gimió sin voz. Un estremecimiento recorrió su espalda, haciendo vibrar los pezones múltiples como labios mudos.

Rhalya cerró los ojos.

Y el baño continuó.

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