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UNA TARDE PEREZOSA




Marta tenía cuarenta años, y una rutina meticulosamente estructurada. Nunca quiso hijos: ni ella ni Óscar, su marido, estaban dispuestos a sacrificar su crecimiento profesional por un capricho biológico. Desde hacía años, su matrimonio se había convertido en algo más afinado: una relación de poder, de sumisión consensuada, de utilidad emocional.

La tarde del domingo olía a incienso de vainilla. Marta estaba sentada en el sofá, bata abierta, sujetador negro de encaje y las piernas cruzadas con una elegancia casual. Nico —veinticuatro, cuerpo joven y cara de vicio— reposaba a su lado, fumando con aire desvergonzado. Desnudo de cintura para arriba, jugaba con los tirantes de la bata como si fueran suyos.

Óscar estaba arrodillado sobre la alfombra, desnudo salvo por un collar de cuero con una anilla metálica. Sostenía con ambas manos un cenicero de cristal tallado. No temblaba. Sabía cuál era su lugar.

—Acércate más, cerdito —dijo Marta sin mirarlo.

Él se arrastró unos centímetros hasta que el cenicero quedó justo delante de ellos. Nico, sin dejar de mirar a Marta, aplastó la colilla con gesto lento y teatral. Luego se inclinó y besó el muslo de ella.

—¿Le molesta? —preguntó en voz baja, con burla en la mirada.

—¿Óscar? —Marta se giró por primera vez hacia su marido—. ¿Te molesta que me bese otro hombre delante de ti?

—No, cariño —respondió él, sin levantar la vista.

—Eso creía.

Nico rió. Marta sacó otro cigarro y lo encendió. Exhaló el humo sobre el rostro de Óscar.

—Saca la lengua. Bien abierta.

Se inclinó y escupió sin prisa. Óscar tragó sin protestar.

Mientras tanto, Nico le abría la bata con cuidado, como si deshiciera un regalo. Le besó el ombligo, luego más abajo. Marta apoyó la cabeza en el respaldo y dejó que él trabajara. No dijo nada. Solo fumaba. Óscar, con el cenicero aún en alto, vio cómo su mujer recibía placer de otro. Y no pudo evitar que su polla empezara a endurecerse.

—Tócate —dijo ella sin emoción—. Solo con la izquierda. Y sin soltar el cenicero.

Él obedeció. Era incómodo, forzado. La mano le temblaba. Pero lo hacía.

Nico gemía mientras le comía el coño a ella, metía los dedos, la adoraba con hambre. Marta cerró los ojos y se concentró en su respiración, en el calor entre las piernas, en el sonido húmedo de la lengua joven. Percibió que los gruñidos de Oscar anunciaban lo inevitable, lo sabía bien... extendió una pierna y posó la punta del pie en su hombro empujándolo ligeramente hacia abajo.

—Mira la alfombra cuando te corras y agradece que te deja manchar la alfombra.

El marido gimió agradecido, expulsando goterones de leche que, más que salir despedidos, caían colgando como lágrimas de alegría.

Nico rió de buena gana, se incorporó, sacó su polla y la ofreció sin palabras. Marta la tomó, la lamió un poco y luego se la tragó entera. Le gustaba que Óscar escuchara los jadeos. Que supiera que ese placer no era para él.

—Espera, puta —le espetó Nico a la hambrienta Marta — Date la vuelta, quiero follarte y acabarte dentro...

El entusiasmo del joven hizo que no tardara de llenar el coño de Marta con su poderosa carga de leche, mezclándose los gemidos animales de ambos cuando ella también se corrió.

Cuando Nico estaba por retirar su saciado miembro, ella se lo impidió.

—Cerdito, cuando Nico me la saque, ocúpate de que no manche el sofá, límpiame con la lengua y goza del sabor a macho...

—Joder, qué fuerte, ja, ja, ja... vas a tragarte toda mi lefa del coño de tu parienta...

—¿Cariño? ¿Y lo de la alfombra?

—¿Estás tonto? Ya limpiarás eso, ahora no quiero que se manche el sofá... es que tengo que decírtelo todo, por dios...


Óscar procedió a lamer el saciado coño de su esposa, mojado, colmado, delicioso.

—Uhmmm... joder, cerdito... me estás calentando, ¿te gusta el sabor a macho mezclado conmigo?

No respondió. Era una pregunta retórica. Sólo pensaba en el placer de su dueña.

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